La capilla de San Mauricio (provincia de Buenos Aires), en ruinas, como casi todo el pueblo
Unos 800 pueblos están en riesgo de extinción; en la provincia de Buenos Aires, 200; con el tiempo perdieron el tren y, sin rutas asfaltadas, también las fuentes de trabajo
Frente a la plaza principal, una vieja casona, casi en ruinas, mantiene en la fachada vestigios de sus mejores épocas. Le faltan la puerta y las dos ventanas del frente, y sus muros y molduras apenas resisten, pero conserva un aire señorial, empaque, distinción. Salvo por un detalle. En el vano de la puerta se asoma, erguida la cabeza, vigilante, el dueño de casa: un caballo. En lo que era el living retoza otro. Llevan viviendo allí, parece, mucho tiempo. La escena no tiene nada de bucólica. El edificio centenario, con su glorioso pasado de mármoles y maderas nobles, es hoy refugio de las bestias. La imagen podría ilustrar el ocaso de este pueblo del noroeste de la provincia de Buenos Aires, San Mauricio, que vivió tiempos de esplendor hasta desaparecer debajo de arenas, pastizales y el olvido.
No es un caso aislado. Hoy, ahora, un joven, una pareja o una familia están haciendo las valijas. No se van de viaje. Huyen. Dejan sus casas en algún pueblo del país que ya no los contiene y al que no volverán. Van en busca de trabajo, un médico, escuela, transporte. Futuro. Es un éxodo hormiga hacia las ciudades que comenzó hace décadas y se ha convertido, al cabo, en un monumental desplazamiento de masas.
El problema está en las dos puntas del camino: en muchos casos vivirán peor, y a sus espaldas quedan localidades dramáticamente destinadas a convertirse en fantasmas.
Según el último censo, en la Argentina hay unos 2500 pueblos rurales (1,3 millones de personas, más 2,6 millones de población rural dispersa), y de esos, unos 400 sistemáticamente pierden población y podrían extinguirse. Otros 400 apenas subsisten bajo la misma amenaza. Y 90 ya no aparecieron en el censo de 2001. Como San Mauricio, se apagaron.
El éxodo del campo a las ciudades es particularmente grave por la distribución demográfica del país. En la Argentina, donde cerca del 9% de la población es rural, aproximadamente el 80% de los núcleos habitados son localidades con menos de 2000 personas, mientras que sólo 17 ciudades concentran el 60% de la población.
Donde hay pocos, se van, y donde hay exceso, llegan más.
No sólo el tren
"Es un drama, y como país no hemos sabido encontrarle una solución -dice Agustín Bastanchuri, que hasta hace dos semanas dirigía Responde, la mayor ONG dedicada a generar oportunidades en pueblos rurales-. No se ha hecho nada para frenar una corriente migratoria que no para de crecer. Hoy, el 40% de la población vive en el 0,14% del territorio. Por eso vemos a gente que se está hacinando en las periferias de los grandes centros urbanos cuando al menos en sus pueblos, incluso con dificultades de todo tipo, podría vivir en condiciones mucho más dignas. Y sin desarraigo."
Los expertos coinciden en que no hay un solo factor que explique el éxodo rural. Son muchos. En primer lugar, el cierre de ramales ferroviarios, que condenó al aislamiento a cientos de localidades para las cuales las vías eran una suerte de cordón umbilical; después, falta de trabajo (por cierre de industrias, cambios en la matriz productiva, tecnificación del campo), y además, déficits estructurales en salud, educación y caminos. "Son poblaciones que quedaron desconectadas. Si no se reinventan, no hay forma de salvarlas -dice Bastanchuri-. El despoblamiento del campo y la concentración en las ciudades es un proceso muchas veces provocado por el propio Estado y no hemos tenido políticas públicas que atendieran el problema. En algunos casos hubiese bastado con construir una ruta o asfaltar un camino."
Pueblo "con futuro"
El fenómeno abarca todo el país, pero especialmente la región pampeana. En la provincia de Buenos Aires, la más afectada, hay unos 200 pueblos que están en vías de extinción.
El de San Mauricio es un caso especial. Fundado en 1884 por un inmigrante italiano, Mauricio Duva, cerca del límite con La Pampa y junto a lo que había sido la célebre Zanja de Alsina, parecía tener un destino de grandeza. Creció en tierras cedidas por Duva, un próspero estanciero, a un ritmo vertiginoso. Se anticipó a la llegada del tren y pronto tuvo su iglesia, escuela, farmacia, destacamento policial y hotel, y alrededor de la plaza se alzaron casas de cuidada arquitectura, la Sociedad de Fomento y Socorros Mutuos y el almacén de ramos generales. La principal construcción, después de la iglesia y a metros de ella, era la residencia del fundador, con sus 400 metros cuadrados cubiertos, mármol de Carrara, frescos en paredes y techos, sala de armas, sala de lectura y, por detrás, un gran parque. Todo marchaba bien en San Mauricio, enclavado en el corazón de fértiles praderas a 528 kilómetros de la Capital Federal y a 21 de América, la otra localidad fuerte del partido de Rivadavia. Fue el primero en la zona en tener electricidad, florecía el comercio, se instalaban fábricas, nació el Sporting Club y aumentaba la población: llegó a tener 1800 habitantes.
Su dueño -porque eso era: un pueblo con dueño¬- fue por más. Intentó convertirlo en cabecera del partido, plataforma para el despegue definitivo. Pero la elegida fue América y ahí comenzó el declive. Poco a poco fue perdiendo peso político, recursos, actividad económica y gente. Mientras América era bendecida con fondos y rutas pavimentadas, hasta convertirse en ciudad, San Mauricio fue quedando aislado (aún hoy sólo se llega por tierra), sin vigor y sin destino. Después, sin tren. Aun bajo amenaza de extinción, no se hizo nada. Dos kilómetros de asfalto la hubiesen unido a la ruta 70. En 2001, una inundación terminó la faena: en dos días cayeron 300 milímetros. Cuando se fue el agua, la mayor parte de sus 67 habitantes ya no estaban y nunca volverían. Ni siquiera los Duva, también signados por la tragedia. Mauricio había vendido su estancia y murió en Buenos Aires pisado por un colectivo. Su hermano y mano derecha, Jacinto, en el campo, aplastado por un carro.
Hoy, todo lo que se ve es una naturaleza muerta. Casas abandonadas y en ruinas. Construcciones de las que sólo quedan cimientos. Una tropilla de caballos pasta en la plaza desierta. Por si faltaran espectros, en la calle que viene de la ruta, cerca de la entrada, hay un desarmadero de autos. A dos cuadras, un criadero de chanchos. De pronto, el silencio es interrumpido por la llegada de una camioneta Toyota. Su conductor, de unos 60 años, baja y se queda mirando el espectáculo sobrecogedor de un pueblo que es cementerio de sí mismo. La curiosidad le dura un instante. Lo invade una nube de mosquitos y huye despavorido. Ahora sabe que allí hay caballos, insectos hambrientos, restos de lo que se soñaba como ciudad pujante, y no mucho más.
El ángel guardián
La única habitante estable y reconocida parece ser Ana Ubando, una enfermera municipal de 63 años. Está a cargo de la sala de primeros auxilios, para atender a la población rural de la zona. Vive sola, en lo que era el hotel. No del todo sola: tiene ocho perros. "A falta de personas, ellos son mi compañía", sonríe. Lleva allí cuatro años, en los que ha sido testigo de los últimos latidos del pueblo. "Cuando llegué todavía quedaban unas pocas familias. Pero se fueron los Fernández, los Bengochay... Hace tres años murió Catalina Marino, sobrina del fundador. Y bueno, acá estoy. Resistiendo."
A San Mauricio le queda un ángel guardián. Es el profesor e historiador Alberto Orga, vecino ilustre de América, que se ha dedicado a bucear en el pasado del partido y se resiste a la desaparición del pueblo que había nacido con aires de grandeza. "San Mauricio es un museo a cielo abierto, un orgullo de Rivadavia y pedazo grande de nuestra historia. Y lo estamos perdiendo. Cada día se muere un poco más", dice. En su casa, varios cuadros, pintados por su mujer, retratan los viejos tesoros del pueblo, como la capilla y la casona del fundador, víctimas del abandono y el saqueo.
Como un cruzado, el profesor Orga viene luchando contra la pena capital a la que ha sido condenado San Mauricio. Una y otra vez vuelve, organiza actividades, clama por ayuda, promueve su restauración. Y deja carteles. Uno, en la vereda de la capilla y con las ruinas de fondo, dice: "Valoremos este lugar". Otro: "San Mauricio, Patrimonio Cultural", pero está en el piso; se cayó o lo tiraron. Y a un tercero, que colocó hace años durante una de sus tantas cruzadas, el destino del pueblo lo ha vuelto aún más irónico: "Un lugar con futuro".
De la carne al turismo
Saladero Cabal (Santa Fe) prácticamente murió al cerrarse un frigorífico, pero volvió a vivir gracias al turismo
Hace cinco años, en Expoagro, la conferencia de una mujer que muy pocos conocían concentró la atención del auditorio sin hablar de rindes, retenciones, nuevas tecnologías o tipo de cambio. Era Marcela Benítez, una geógrafa y doctora en sociología que 12 años antes había dejado sus investigaciones en el Conicet sobre poblaciones rurales en riesgo para crear la ONG Responde y dedicar su vida al rescate de esas localidades. "Tenemos que hacer algo, y tenemos que hacerlo ya -dijo-. No podemos conseguir que vuelva el tren, pero sí asfaltar los caminos. Caminos que si llueve se vuelven intransitables dejan a los pueblos sin maestros y sin médicos. Y sin maestros ni médicos no hay forma de que puedan sobrevivir."
Frente a la dimensión del fenómeno, la misión de Responde y de otras ONG, como Proyecto Pulpería, dirigida por el periodista Leandro Vesco y que trabaja en la provincia de Buenos Aires, se torna titánica por la escasez de recursos, la inacción del Estado y, a veces, la falta de voluntad en los propios pobladores. "Nosotros no hacemos asistencialismo -explicaba Benítez-. Presentamos proyectos innovadores, por ejemplo, ligados al turismo, o una reconversión productiva. Pero la mayor reconversión es de la gente, que tiene que ser la protagonista del cambio. Si se involucra, todo es posible."
Así como muchas localidades no se reponen nunca cuando termina la actividad económica que les daba sustento -tambos, minería, fábricas textiles-, otros convierten la crisis en una oportunidad. En Santa Fe, Saladero Cabal era poco más que un caserío sobre el río San Javier levantado en torno de un frigorífico de la empresa británica Bovril.
Muchos décadas antes allí había funcionado un saladero de carne que se vendía al exterior como tasajo o "charqui". Cuando una feroz crecida del río convenció a Bovril de mudar la planta, sus pobladores se vieron ante el abismo. La mayoría abandonó el lugar. Pero una inmobiliaria de la región compró el enorme predio en el que estaba el frigorífico, 120 kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe, y lo loteó, dando origen a un pueblo nuevo, de 33 manzanas, con el mismo nombre pero un enfoque distinto: ya no vivirían de la carne, sino del turismo.
Empezaron a explotar las playas sobre el río, la pesca y un entorno de montes y campos definitivamente verde y apacible. "Paraíso de la tranquilidad" es el eslogan con el que se promociona la localidad, constituida oficialmente como comuna en 1994.
"Hoy tenemos una crisis de crecimiento -dice Oscar Ponce, docente de la escuela de doble turno de Saladero y que ha investigado los orígenes del pueblo-. Cada vez llegan más turistas, más pescadores de todo el país, y la verdad es que no tenemos una infraestructura adecuada para atenderlos."
La ONG Responde contribuyó, con ideas y fondos, al proceso de reconfiguración. Se recicló un viejo edificio escolar para convertirlo en biblioteca, museo, cibercafé y lugar de encuentro de la comunidad. "Tendríamos que reunirnos más, trabajar más, porque somos una localidad muy joven, con mucho por aprender todavía", dice Carina Payes, la delegada comunal.
La chimenea del antiguo saladero, construida en 1873, se conserva como monumento en la plaza principal. Es un tributo al pasado, en un pueblo que se conjuga en presente.
Ordoqui, himno y lamento
Restos de una de las siete fábricas de lácteos que había en Ordoqui (partido de Carlos Casares); no queda ninguna; el pueblo nunca se repuso del cierre de la cuenca lechera; además ya no tiene tren
"No nos vamos a ir. Aunque se vayan todos, aunque nos quedemos solos, de acá no nos vamos." La que recita el himno de amor eterno a Ordoqui, localidad del partido de Carlos Casares, provincia de Buenos Aires, es Alicia Sánchez (53 años), una maestra jubilada que fue directora de la escuela del pueblo. Está junto a su marido, Roberto Berardo (60), contratista rural.
El himno es también un lamento. Ordoqui pasó de una población de 1800 personas hacia fines de la década del 30, a 170 en la actualidad. "Debemos ser menos. El mes pasado se fueron 10 o 12", dice Javier Benintende (42 años), apicultor.
Floreciente de vida y trabajo en el corazón de la pampa húmeda, a comienzos del siglo XX el partido atrajo a inmigrantes españoles, italianos, árabes, judíos y vascos. El pueblo estallaba en construcciones y emprendimientos. Hoy hay que hacer un acto de fe para creerlo, pero tenía dos sastrerías, dos peluquerías, bazar, correo, clubes, librería y un hotel, el Chanta Cuatro, famoso en la zona. "Tuvimos hasta tres carnicerías. El Chanta Cuatro, que siempre estaba lleno, ya no existe. Recorran un poco y van a ver: no queda nada. Ni médico", dice Armando García (60 años, todos en Ordoqui), que trabaja en la delegación municipal.
Para esta localidad de 116 años, ubicada a 42 kilómetros de la ciudad de Carlos Casares por camino de tierra, la tormenta perfecta fue la desaparición del ferrocarril, en 1977, y, después, del polo lechero, su principal industria, la que le hizo vivir décadas enteras de prosperidad. Llegó a tener siete plantas lácteas, entre ellas, Magnasco y Grillo. Una sola fábrica empleaba a 400 personas. La crisis del sector, el avance de la soja, las dificultades para sacar la producción y las inundaciones las convirtieron en inviables. Ahora los ordoqueños viven a merced de una actividad básicamente agrícola que, por el desarrollo tecnológico, ya no requiere tanta mano de obra. "Además, un peón rural gana 9000 pesos y trabaja diez horas -razona Benintende-. La verdad es que los jóvenes quieren ganar más y no trabajar tanto. Por eso se rajan. Se van a Bolívar, Carlos Casares, Pehuajó, Buenos Aires."
La pertinaz decadencia de las poblaciones rurales del partido -la vecina localidad de Hortensia pasó de 1800 habitantes a 220- apenas ha inquietado a los gobiernos. "Cada tanto llegan algunos funcionarios, preguntan, averiguan, pero después se van y no hacen nada. ¡Si por lo menos nos asfaltaran la ruta!", dice Sánchez, la maestra dispuesta a resistir hasta el final.
El pasado y el presente del pueblo parecen encontrarse en la vieja estación del tren, desde la que salía la producción de toda la zona. Allí funciona hoy el "Centro Cultural Integrador", una biblioteca pública. De vagones rugientes al silencio de una sala de lectura, ya nada es lo que era en los pagos de Ordoqui.
Ernestina, la del príncipe
El boulevard San Martín, en el centro de Ernestina, vivió años de esplendor; hoy apenas es transitado
Si un pueblo figura en los mapas, pero no en las indicaciones de las rutas, es señal de que su existencia está comprometida. Es lo que le pasa a Ernestina, en el partido bonaerense de 25 de Mayo: sólo se puede leer su nombre al llegar, en el cartel de la entrada.
No siempre fue así. En 1926, Ernestina apareció en todos los diarios del país y, probablemente, del Reino Unido: fue visitado por el príncipe de Gales, Eduardo VIII. Fue un paso fugaz camino de la estancia de los Keen, la familia fundadora, y de otra estancia en 25 de Mayo. Cuentan que la calle principal, aún hoy un imponente boulevard con palmeras, lucía engalanada, y que hasta la empedraron para la ocasión. Al príncipe le habrán llamado la atención tres soberbios edificios, todos sobre esa calle, la San Martín: el teatro, por el que pasarían figuras de renombre y que también fue usado como cine; el colegio de monjas, orgullo de la zona, y la iglesia neogótica. La sorprendente Argentina de campos fértiles y audaces emprendedores salía al encuentro de Eduardo VIII en un pueblo perdido de la pampa.
En un extremo del boulevard San Martín está la estación del ferrocarril. Medio siglo después de aquella visita histórica, el ramal, que tenía cuatro servicios diarios, empezó a ser restringido, hasta que un día el tren dejó de pasar. Los 160 kilómetros que la separan de la Capital Federal se hicieron lejanos y tortuosos. Ernestina, que ya venía anclándose en el tiempo, poco a poco fue desplazada por Pedernales (ocho kilómetros por tierra). Del empedrado no queda nada, el teatro cerró, las monjas se fueron y la iglesia apenas guarda sombras de su antiguo esplendor.
Su línea demográfica muestra una tendencia que parece irreversible. El censo de 1960 registró 2000 habitantes; 30 años después había caído a 253, y en el de 2010, a 145. "Esto ya no es un pueblo, es una familia", bromea una de sus vecinas en un video que aparece en Internet.
La estación del tren se ha convertido en destacamento policial. "Menos de 150 personas, y toda gente mayor, imagínense: pocos problemas", dice la oficial Wanda Resek.
Rebeca Etcheverry (68 años), una maestra jubilada que vive con su marido frente a la iglesia, todavía recuerda cuando el pueblo tenía de todo. "¡Hasta sastrería! Hoy, para cualquier cosa tenemos que irnos a Pedernales. Acá no hay nada. Los jóvenes se van porque no tienen trabajo. Van a Buenos Aires a trabajar de mozos, de remiseros, de empleados." Ellos ya lo tienen decidido: se quedarán. Por las tardes caminan hasta el bar Ernestina, que está a dos cuadras, y juegan durante horas enteras. Ella, al Chinchón y a la Escoba de 15. Él, al pool. Una vez jugó 130 partidos en una sola semana. "Cómo me voy a ir -dice Rebeca-, si hace 33 años que tomo mate con la misma vecina."
"Los pueblos no mueren"
Al igual que tantas localidades que atraviesan las mismas penurias, Ernestina vio cómo se iba apagando su fuego mientras esperaba la mano salvadora del Estado, que nunca llegó, y sin que desde sus mismas entrañas surgieran iniciativas para revertir el proceso. El desarrollo de un complejo de cabañas a la vera del impetuoso río Salado, que está a sólo dos kilómetros y es un paraíso para los pescadores, fue una inversión de gente de otro partido.
Nelly, la señora que cuida la iglesia desde que las monjas se fueron, en 1992, y le dejaron la llave, también mira hacia afuera a la hora de buscar una explicación: "Somos el último orejón del tarro. Nadie se acuerda de nosotros".
Encapsulados en el tiempo, detenidos y amenazados, cientos de pueblos de todo el país asisten a su declive con la esperanza de que algo o alguien llegue en su rescate. En el fondo, muy pocos creen que el destino pueda depararles el peor final: la desaparición. "Los pueblos no mueren", dijo un comerciante en una parrilla de General Villegas.
General Villegas, a 50 kilómetros de donde yacen los restos de San Mauricio.
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